Google
 

jueves, 4 de enero de 2018

El olor de las sotanas (II)



A pesar de los Pangerl, el campamento Opa Locka, ubicado al norte de Hialeah y usualmente reservado para muchachos de entre 16 y 18 años que se acogiesen al Programa para Niños Refugiados Cubanos sin Acompañantes llegados a los Estados Unidos mediante la Operación Pedro/Peter Pan, no sería sino el verdadero comienzo de la pesadilla.

¿Cómo era la vida allá?

-No muy buena, responde, el rostro totalmente inexpresivo. Apenas podíamos salir durante toda la semana, excepto al mismo centro de Opa Locka, donde había una pizzería, y los sábados, cuando íbamos al Downtown. Allí nos dejaban por nuestra cuenta con un par de dólares desde por la mañana hasta entrada la tarde, cuando venían a recogernos. Muchos pedófilos esperaban la guagua en los alrededores porque sabían que venía llena de muchachos que estarían sueltos en la calle, sin ninguna supervisión.

¿Qué hacía en el Downtown?

-Me iba al cine y pasaba horas viendo películas, a veces hasta repetidas. Era el único lugar donde me sentía a salvo de la violencia del campamento.

¿En qué sentido era violento?

-En el sentido de que cuando tienes a tantos adolescentes juntos no es fácil.

¿Abusaron de usted allí?

-Se burlaban de mí porque no hablaba nada de español. Tres meses después ya podía, pero al principio era imposible, sucedía como cuando intentaba conversar por teléfono con mis padres, que solo decía cosas sin sentido. Por eso el resto de los muchachos me veía como un extraterrestre: el niño cubano que solo hablaba inglés.

¿Qué le decían específicamente?

-“El gringo”, “el americano”.

¿Le molestaba que lo llamaran así?

-Como si me mentaran la madre. Con el odio que le había cogido yo a los americanos en la casa aquella.

En un resumen escrito el 11 de enero de 1965, un trabajador social del campamento Opa Locka, de nombre E. Mayol, describe a Rodríguez como un muchacho de aproximadamente 1.67 metros y 118 libras, limpio, aseado, responsable y de buenos modales, quizá un poco afeminado. Según él, su promedio de notas en el Monseigneur Pace Diocesan High School fue de 81.3 durante los meses que asistió, siendo Álgebra su mejor asignatura e Historia Mundial la peor. Confirma, asimismo, que el resto de los internos no le aceptó y gustaban en cambio ridiculizarle, por lo que era común encontrarle llorando o pidiendo ser reubicado. También que solía buscar refugio en la enfermería, llegando a molestarse histéricamente si era sacado de allí.

En Opa Locka, además, Rodríguez conoció al entonces padre Bryan O. Walsh, sacerdote de procedencia irlandesa que, con la colaboración del Departamento de Estado, miembros de la CIA y redes contrarrevolucionarias en Cuba, se convirtió en el máximo organizador y responsable de la Operación Pedro/Peter Pan.

-Era un hombre bien cínico –dice, su cara puro desprecio.

¿Por qué lo cree?

-Porque no solo se negó a escuchar mis quejas sobre los Pangerl, asegurando que se trataba de un matrimonio muy católico, sino que además me obligó varias veces a practicarle sexo oral.

Apenas lo dice, un silencio incómodo se adueña de la habitación. Rodríguez, expuesto, rehúye la mirada para conducirla hacia un punto impreciso del balcón, donde la dejará clavada durante unos instantes. Mueve constantemente las manos. No se permite llorar. Al cabo de unos segundos, aún sin hacer contacto visual e incapaz de mantener quietas las manos, traga en seco y añade:

-A mí no se me olvida nunca el olor de aquellas sotanas. Es como si lo llevara en la nariz, y supongo que lo llevaré siempre, hasta el día en que muera.

¿No tenía manera de denunciarlo?

-No, porque él me amenazaba con regresarme a Cuba si contaba más de la cuenta. Decía que sería la vergüenza de la familia. Eso decía Monseñor Walsh, que entonces solo era padre.

Ocho meses después de su llegada a Opa Locka, en abril de 1965, Rodríguez fue trasladado al Deveraux School, en la ciudad de Victoria, estado de Texas.

-Me enviaron allá cuando me cansé y amenacé con denunciar lo que sucedía en el campamento. Dijeron que iba para una evaluación, no para quedarme por mucho tiempo. En aquel momento pensé que estaría bien, cualquier cosa por tal de salir de allá. Sin embargo, cuando llegué descubrí que no era una escuela normal, sino un reformatorio para niños con trastornos mentales.

¿Cuánto tiempo estuvo allí?

-Un año y pocos meses.

¿Era el único de la Operación, o había más?

-Había otros cinco, el resto eran todos jóvenes norteamericanos con problemas.

¿Cómo fue la estancia?

-Horrible. Desde que llegábamos comenzaban a suministrarnos pastillas cuatro veces al día, durante el desayuno, el almuerzo, la comida y antes de acostarnos, para así mantenernos sedados.

Producto de las drogas, Rodríguez pronto se dio cuenta de que sus capacidades disminuían. Era, por ejemplo, incapaz de aprender cosas nuevas y proclive, además, a olvidar hechos recientes, lo cual, de cierta manera, le supuso un alivio, teniendo en cuenta que durante ese tiempo asegura haber sido violado por un trabajador social del reformatorio, de procedencia mexicana.

-Su nombre era Raúl Rodríguez. Abusó no solo de mí sino también de otros. Solía pedir permiso durante los fines de semana para sacar a pasear a los niños, para que despejaran, eso decía, y los del centro ni siquiera preguntaban. Supuestamente nos llevaba a casa de un familiar suyo, en Houston, como a una hora de viaje de Victoria, pero en realidad era para su apartamento. Allá nos metía en un cuarto.

En una ocasión, cansado de las violaciones, las pastillas y el desinterés de los trabajadores sociales, se las ingenió para escapar.

-Fue de noche, pero cometí el error de buscar ayuda en una iglesia de barrio, de donde llamaron inmediatamente a Deveraux para verificar si alguno de los muchachos se había fugado.

¿Qué sucedió cuando fue llevado de vuelta?

-Me confinaron durante varios días en estado de isolation (aislamiento) en una especie de calabozo pequeño, donde solo había un inodoro y una cama de hierro, sin colchón. La comida la pasaban por debajo de la puerta.

Durante su estancia en el reformatorio, Rodríguez apenas pudo comunicarse con el mundo exterior. Escribió a Walsh (2), a trabajadores sociales de Caridades Católicas y aun al obispo Coleman Carroll, de la Florida, quejándose de las condiciones de vida en el centro y solicitando permiso para pasar unos días con sus padrinos en su casa de Nueva Orleans. Nunca recibió respuesta, más allá de vagos “lo pensaremos”.

14 de mayo de 1965. A un trabajador social:

You know Mr. Hudson, every once in a while I feel that all of this that’s happened to me is a dream, but then I realize it is not a dream (…). I miss Miami, the crowds, its highways, Downtown, a place where I could go out and forget all my problems, forget all my cases, as the song says (…). Mr. Hudson, could you tell me how long I’m supposed to stay in Deveraux, please tell me the truth and please give me a date (3).

13 de junio de 1965. A Carmen R., trabajadora del Catholic Welfare Bureau:

Mrs. R. my godparents are in New Orleans, if they give me permission, may I go this August there. I can see that the Catholic Welfare never have been in a reformatory school, so they don’t know how we feel to be in a place where you can not go out (…). Please, Mrs. R. when you read this letter do not just go and say rules and regulation, just think of the Cuban boys who are here and how they feel (…), think as if a son of yours was writing this letter, not just a stranger (4).

30 de junio de 1965. A Monseñor Coleman Carroll, Obispo de la Florida:

I’m writing you in the name of all Cuban boys who were placed here by the Catholic Welfare and the Child Welfare Bureaus, to please think what is said in this, when you answer me after you have put yourself in our place, then you can realize how we feel to see other people leaving for their vacations and we staying (…). I know Christ suffered a lot and he did not have any good time, but please just put yourself in our place (5).

Tampoco, por más que lo intentó, logró comunicarse con su familia.

-Traté en varias ocasiones de contactar a mis padrinos, pero siempre en vano. Años después, cuando revisé mi expediente de la Operación, descubrí que las cartas que les escribí durante aquellos meses nunca salieron de Deveraux, como tampoco me fueron entregadas las que mandaban ellos. También supe que solicitaron mi custodia en más de una ocasión y que siempre les fue denegada bajo la excusa de que me encontraba atravesando un proceso psiquiátrico que no me permitía abandonar el reformatorio.

Han pasado un par de horas desde que comenzamos a hablar y sigo sin entender la fascinación de Rodríguez por el apartamento. Pienso entonces por un segundo que obviamente no vemos lo mismo. Pienso entonces por otro segundo que tal vez sí vemos lo mismo, solo que no miramos igual. El caso es que en este instante el hombre atraviesa orondo la casa mientras explica sus planes para decorar. No tiene bosquejos ni planos de nada, pero ciertamente tampoco parecen hacerle mucha falta. Solo basta echarle una ojeada para entender que desde hace mucho tiempo, quizá incluso desde antes de encontrar este lugar, Rodríguez ya llevaba concebidos los rincones de su casa.

Por lo demás, después de un rato dándole vueltas a la idea, queda flotando en el aire la casi certeza de que hombre y apartamento debían cruzar en algún punto sus caminos. Si lo piensa uno bien, se necesitan ambos para sanar.

Finalmente, en junio de 1966, tras cuatro años y medios de separación, Rodríguez se reencontró con su madre y hermana en los Estados Unidos.

-Mami había llegado casi cuatro meses atrás, en marzo, y desde entonces comenzó a exigir la custodia. Con ella allá y papi casi que en camino, no tuvieron otra que dejarme ir, pero incluso así no me dijeron nada hasta última hora.

¿Qué recuerda del encuentro?

-Ese día fui en autobús desde Victoria hasta Nueva Orleans, donde me recogió mi padrino. Al llegar a su casa ambas estaban esperándome de pie en el portal. Cuando las vi –hace una pausa y sonríe–, besos, abrazos, lágrimas. Felicidad total.

¿Adónde fueron a vivir?

-Nos quedamos con mis padrinos ese primer mes. Luego contacté a una señora norteamericana, amiga de mi abuelo, quien nos pagó el viaje a Nueva York. Allá nos alojamos con unas amistades por un par de semanas hasta que rentamos un apartamento. Al año siguiente, en 1967, llegó papi. Ya para entonces yo trabajaba en un Burger King, porque había decidido no seguir estudiando.

¿Cómo fue la vida con ellos después de tantos años de separación?

-Al principio bien, porque era la alegría de estar todos juntos de nuevo, pero llegado un momento comenzamos a tener problemas.

¿Qué tipo de problemas?

-Cosas de adaptación. A ellos, por ejemplo, no les gustaba que saliera de noche.

Y a usted sí.

-Por supuesto. Yo estaba en Nueva York, en la capital del mundo, donde podía hacer aquella vida nocturna con la que siempre había soñado.

¿Lograron ponerse de acuerdo?

-No. Al final me tuve que ir. Les dije que solo regresaría cuando se dieran cuenta de que ya no era un niño, sino un hombre en formación.

¿Adónde se fue?

-A Miami, que es donde estaba la concentración más grande de cubanos.

¿Quería estar rodeado de cubanos?

-Claro, responde de inmediato. Yo nunca dejé de sentirme cubano.

El arranque, sin embargo, apenas le duró. Tan solo dos meses después, Rodríguez reconsideró su posición y regresó a Long Island, Nueva York, donde vivió los próximos trece años vendiendo hamburguesas, cámaras fotográficas y joyas en Bloomingdale’s. Durante ese lapso de tiempo, además, estuvo casado un año, una semana y un día, cuando procedió a firmar los papeles del divorcio.

-Nos conocimos en una fiesta de quince. No sabría explicar qué me pasó con ella, solo que fue como cuando están levantadas todas las fichas de un dominó y de repente alguien empuja la primera y el resto cae detrás. Esa es la mejor explicación que tengo. Quizá por eso fue un desastre total. Hice lo posible por solucionarlo, sobre todo porque yo quería tener hijos, algo que siempre he deseado profundamente, pero en vano. No resultó.

A comienzos de los años 80, Rodríguez retornó a Miami, esta vez en compañía de casi toda la familia. Allí continuó ejerciendo como vendedor en tiendas por departamentos y negocios privados y tuvo, también, tres relaciones de las que prefiere no hablar. En 2002, cansado de los Estados Unidos, se mudó a San Juan, Puerto Rico, buscando similitudes con la vieja Cuba, y a finales de noviembre de ese mismo año, en medio de la rutina propia de los aeropuertos, tomó en sus manos un periódico que terminaría dando un vuelco a su vida.

Es febrero de 2016 y vamos por Miami siguiendo el curso de una expressway. En la reproductora del carro, a medio volumen, el tema Dame guerra, de Buena Fe, grupo preferido de Rodríguez. Mientras conduce, hablamos sobre la campaña presidencial. Le pregunto por quién tiene pensado votar y responde que, si tuviese que escoger, probablemente se iría con la Clinton, de todos los males el menor. Le digo que no entiendo por qué eso de “si tuviera que escoger” y sabremos entonces dos cosas. La primera: que contrario al resto de su familia –republicana por definición–, prefiere siempre a los demócratas. La segunda: que Rodríguez no vota en los Estados Unidos porque no es ciudadano norteamericano. En más de cincuenta años nunca ha tenido interés en serlo y por tanto ya nunca lo será. Nació cubano y con eso le va.

Según Rodríguez, en cuanto la acusación fue cursada a nivel de tribunales aquel fin de año de 2002, representantes de la Iglesia Católica de Miami le ofrecieron dinero para que no continuara el caso.

-Llegaron a hacerme tres propuestas. La primera fue de cien mil dólares, las otras dos prefiero callarlas. Las fueron aumentando de a poco, hasta que se dieron cuenta de que no aceptaría ninguna.

Concluida la conferencia, Rodríguez concedió a la cadena Mega Televisión una entrevista de una hora, que sería transmitida en diferido esa misma noche a través del programa María Elvira Confronta.

-En ese momento yo estaba en casa de mi hermana, sentado en el sofá con ella, papi y mis sobrinos alrededor. Mami había muerto un mes atrás, el 5 de julio. No llegó a enterarse de nada.

Entonces fue durante el programa que su familia lo supo todo.

-Se habían enterado en la mañana, a través de la rueda de prensa, que causó mucho impacto. Con la entrevista de la noche supieron más detalles.

¿Ellos nunca le hicieron preguntas sobre esos años?

-No muchas, tal vez porque siempre les di a entender que después de dejar a los Pangerl había pasado el resto del tiempo en becas y colegios.

Debe haber sido un momento difícil.

-Difícil y duro, porque no es fácil compartir con tu familia algo que le has ocultado durante tantos años, casi cuarenta. Pero enseguida me dieron todo su apoyo y eso me dio más fuerzas para continuar.

En 2008, sin embargo, tras años agotadores de citaciones e investigaciones judiciales, cuatro de los cinco jueces del Tribunal de Apelaciones del Tercer Distrito Judicial de Miami encargados del caso se abstuvieron. Como resultado, el proceso no solo fue cerrado, sino además imposibilitado en lo adelante de pasar a la Corte Suprema de los Estados Unidos.

-Fue frustrante al comienzo, por supuesto, pero aun así decidí continuar luchando, solo que de otra manera. Me uní a los miembros de una organización llamada Protect our children, quienes intentaban echar abajo una ley que había en el estado de la Florida, respaldada principalmente por la Iglesia y los republicanos, con la cual no se podía denunciar ningún delito de violencia contra niños pasados tres años de cometido.

¿Tuvieron éxito?

-Oh, sí. Luego de meses y meses de campaña logramos que la derogaran. Ahora, sin importar cuánto tiempo pase de un abuso infantil, es condenable. No gané mi batalla personal, pero sí esta, mucho más importante.

Rectifiquemos: Rodríguez podrá muy poco parecer un adulto y sí en cambio alguien quebrado, pero lo cierto es que después de escuchar su historia, resulta imposible mantenerse ajeno al temple abismal de este hombre, que es también, si se quiere, el más sublime de los sparrings, un hombre al que la vida ha propinado todo tipo de golpes, golpes que quizá habrían acabado con otra persona, pero que a él parecen haberlo hecho empecinarse rabiosamente en no bajar nunca la guardia ni ser expulsado del cuadrilátero.

En 2011, pasados cincuenta años desde que saliera rumbo a los Estados Unidos, Rodríguez decidió regresar por primera vez a Cuba, aun en contra de los deseos de su familia.

-Nunca había pensado en venir, pero mis amigos de Puerto Rico me animaron a escribir un libro sobre mis experiencias y creí que la única forma de hacerlo era retornando acá, donde todo comenzó. Desde entonces no he parado de venir. Al regreso encontré todo, absolutamente todo cuanto había dejado atrás. Cuando visité la que había sido mi casa quedé incluso sorprendido. Estaba decorada igualito que cuando la vi por última vez. También recorrí lo que antes era el Colegio Marista, caminé las calles del barrio, saludé a viejos vecinos, fui a la Iglesia del Cobre.

¿Y quiere establecerse acá?

-Sí, quiero regresar. Después de varias visitas he descubierto que aquí es donde realmente soy feliz. Por eso quiero comprar este apartamento y arreglarlo, porque aunque nadie se dé cuenta es un centro de vida, un centro de esa vida cubana que nunca tuve y ahora quiero tener.

Justo cuando las cosas parecían comenzar a salir bien Rodríguez falleció. Fue el 14 de abril de 2016, a las 3:23 de la tarde, en el departamento de su padre, en Hialeah. No sabemos mucho más salvo que llevaba varios días con vómito, que no quiso ir a consulta, que se debilitó demasiado rápido y que para cuando su hermana marcó al 911 era ya demasiado tarde.

Par de semanas después habría regresado a La Habana.
Javier Roque
El Estornudo, 30 de octubre de 2017.
Foto: Roberto Rodríguez Díaz. Tomada de El Estornudo.

Notas:

(1) Salón interior del aeropuerto. Se le llamaba así por sus grandes paredes de cristal, parecidas a las de una pecera.

(2) Los fragmentos de cartas presentados a continuación fueron transcritos respetando la ortografía original.

(3) Sabe Sr. Hudson, de vez en cuando siento que todo esto que me ha pasado es un sueño, pero entonces me doy cuenta de que no lo es (…). Extraño Miami, las multitudes, sus carreteras, el Downtown, un lugar donde poder salir y olvidar todos mis problemas, dejar todo atrás, como dice la canción (…). Sr. Hudson, ¿puede decirme cuánto tiempo se supone que esté en Deveraux?, por favor dígame la verdad, y por favor deme una fecha.

(4) Sra. R. mis padrinos viven en Nueva Orleans, si me dan permiso, ¿puedo ir en agosto allá? Puedo ver que los del Catholic Welfare nunca han estado en un reformatorio, así que no saben cómo nos sentimos al estar en un lugar del que no podemos salir. Por favor Sra. R, cuando lea esta carta no me hable de reglas y regulaciones, solo piense en los niños cubanos que están aquí y en cómo se sienten (…), piense que es un hijo suyo quien escribe la carta, y no solo un extraño.

(5) Le escribo en nombre de todos los niños cubanos que fuimos ubicados aquí por el Catholic Welfare y el Child Welfare Bureau, para que por favor piense lo que le decimos. Cuando me responda, luego de haberse puesto en nuestro lugar, entenderá cómo nos sentimos al ver que otros salen para sus vacaciones mientras nosotros nos quedamos (…). Sé que Cristo sufrió mucho, y que no la pasó nada bien, pero por favor solo póngase en nuestro lugar (…).

No hay comentarios:

Publicar un comentario